En la película «El Rey Pescador» hay un momento mágico. Un hombre espera en el vestíbulo de la Estación Central de Nueva York. Cientos, tal vez miles de personas pasan apresuradas, sin mirarse, evitándose, aislados en la masa. Él espera. De pronto ve, a lo lejos, la silueta que espera: una mujer. Podría pasar perfectamente desapercibida. No es guapa. Su ropa es normal. Camina encogida entre esta multitud. Pero, en el momento en que él la ve, de golpe todo el entorno cambia. En ese momento el andar apresurado de todos los transeúntes se convierte en un baile, y la estación en una gran sala. El desorden en armonía. El ruido en música. La indiferencia en sonrisas. La anciana baila con el joven. La monja con el ejecutivo. El médico con la abogada… Y mientras el hombre sigue a esa mujer que, para él, es la más maravillosa del mundo, la estación se convierte en un lugar mágico, donde todo es posible. Hasta que ella sale por la puerta, se pierde de vista, y todo vuelve a su lugar.
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