miércoles, 25 de febrero de 2015

El lobo y la Caperucita roja

El bosque era mi casa. Yo vivía allí y cuidaba de él. Intentaba mantenerlo limpio y bonito. En un día soleado, mientras quitaba la basura que se había dejado una caravana, escuché unos pasos. Di un salto y me escondí detrás de un árbol y vi a una chiquilla que bajaba por el sendero, trayendo consigo una cesta.

Enseguida, sospeché de ella porque iba vestida de una manera ridícula, toda de roja y con la cabeza tapada como si no quisiera que la nadie la reconociera. Está claro que me detuve para averiguar quién era. Se lo pregunté: también le pregunté dónde iba y más cosas por el estilo.

Me contó que iba a ver a su abuela para llevarle comida. En el fondo, me pareció bastante honesta, pero estaba en mi bosque, desde luego, parecía extraña con esa capucha tan rara. Decidí, pues, enseñarle lo peligroso que era cruzar el bosque sola y yendo vestida de esa manera. Dejé que siguiera por su camino, pero me adelanté a casa de su abuela. Cuando vi a aquella amable viejecita, le expliqué mi inquietud y ella estuvo de acuerdo en que su nieta necesita enseguida una lección. Acordamos que la abuelita se escondiera debajo de la cama hasta que yo la llamara.

Cuando llegó la chiquilla, la invité a que entrase en el cuarto de dormir; yo me había acostado disfrazado con la ropa de la abuela. La niña, toda blanca y roja, entró y dijo algo nada simpático acerca de mis grandes orejas. Ya me habían insultado otras veces y entonces me esforcé y le sugerí que mis grandes orejas me servían, y mucho, para oír mejor. Ella volvió a hacer otro comentario sobre mis ojos saltones. Podéis imaginar lo que yo empecé a sentir por aquella niña tan antipática. Y, puesto que para mí ya era normal ofrecer la otra mejilla, le dije que mis ojos saltones me servían para verla mejor.

El siguiente insulto me hirió profundamente. En efecto, mi problema es que tengo los dientes muy grandes y ella hizo una observación ofensiva sobre ellos.

Ya sé que hubiese tenido que controlarme, pero salté fuera de la cama y le dije, gruñendo, que me iban a servir para comérmela mejor.

Hablemos en serio: ningún lobo se comería a una niña y todo el mundo lo sabe. Pero la chiquilla empezó a correr por toda la casa como una loca, gritando y yo siguiéndole para tranquilizarla.

Me quité la ropa de la abuela y aún fue peor. De repente, se abrió la puerta de la casa y apareció un enorme guardabosque con un hacha. Le miré a los ojos y no tardé en comprender que me había metido en un lío. Detrás de mí, había una ventana abierta y me escapé por ahí sin pensármelo dos veces.

Me gustaría decir cómo terminó toda la historia, pero aquella abuela nunca contó mi versión. Al cabo de poco tiempo, se difundió la voz de que yo era un tipo muy malo y antipático, y todo el mundo empezó a evitarme. No he vuelto a saber nada de la niña, que vestía de aquella ridícula capucha roja, pero después de aquel día ya no he podido ser feliz.

Lief Fearn

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