EUSEBIO Y SU MAMÁUn cuento de Graciela Montes
Hay que reconocer que Eusebio y doña Gabriela llamaban la
atención en Punta Alta. Sobre todo cuando tomaban el colectivo para ir a la escuela.
Y llamaban la atención porque Eusebio era un pingüino, un pingüino de Magallanes, de espalda negra, pechera blanca y collar doble, y doña Gabriela era una maestra, una maestra de música de cara grande, ojos chiquitos y rodete alto.
Doña Gabriela se había ganado a Eusebio en una rifa de la Cooperadora. Eusebio era el quinto premio, porque nadie creía que fuese un regalo como es debido. Pero doña Gabriela sí. A doña Gabriela, Eusebio le pareció lindísimo desde el primer momento.
Era petisito, manuable, vistoso. Parecía solitario, tímido, asustado.
La miraba con sus anteojos rosados y cada tanto levantaba el pico y hacía ruido a trompeta.
Eusebio nunca fue una mascota para doña Gabriela. Eusebio fue, desde siempre, un hijo, el único hijo de doña Gabriela.
Así que doña Gabriela hizo lo que hacen las madres. Le compró a Eusebio una camita y una colcha con barcos. Le compró tres pantalones cortos y un equipo de gimnasia. Le compró una cartuchera con lápices, un cuaderno y una mochila, y lo anotó en primer grado.
También le compró un cepillo de dientes y pasta con gusto a frutilla y le enseñó a cepillarse el pico.
Pero doña Gabriela hizo mucho más: le contó cuentos antes de dormir, le sopló la sopa de pescado para que se enfriara, lo levantó en brazos y lo acarició despacito cuando se cayó en la vereda y nunca se olvidó de ponerle un ponchito cuando refrescaba.
Había cosas que Eusebio no entendía muy bien. Por ejemplo, prefería dormir debajo de la cama y no encima de ella, y le gustaba muchísimo más meterse en la bañadera que ir al cine a ver dibujos animados. Pero todo lo que hacía doña Gabriela le parecía bien y respondía picoteándole el pelo, frotándose contra ella y trayéndole piedritas y ramas en el pico.
Y así, poco a poco, Eusebio y doña Gabriela se hicieron sus costumbres.
Por la mañana, después de su primer baño, Eusebio se tomaba una riquísima sopa de sardinas con cornalitos. Después los dos se iban a la escuela en el colectivo. Cuando volvían, Eusebio se daba su segundo baño y almorzaban paella de calamares y, de postre, buñuelitos de merluza. Por la tarde, mientras doña Gabriela ordenaba la casa, Eusebio escarbaba la tierra del jardín y jugaba con la manguera. A la noche, después de cenar, doña Gabriela lo sentaba a Eusebio en sus rodillas y le contaba cuentos, cuentos que Eusebio no entendía, pero que le sonaban como trompeteos.
Lástima que la gente seria empezó a quejarse de Eusebio: que no sabía ni agarrar el lápiz con la aleta, que tenía voz de hipopótamo, que tenía olor a pescado, que no sabía pedir por favor, que siempre andaba descalzo.
Un día vino el intendente.
Se sentó muy serio y solemne en el sillón alto, frente a doña Gabriela y a Eusebio, que estaban sentados muy juntos en el sillón ancho. Los miró, se peinó el bigote y dijo:
—Esto no está bien.
Y doña Gabriela se enteró de que, para los intendentes, no estaba bien tener un hijo pingüino.
—Pero nos llevamos bien —dijo doña Gabriela.
—Mmrrrmmm —trompeteó Eusebio muy suavecito.
—Y no molestamos a nadie —volvió a decir doña Gabriela.
Pero nada de lo que dijo le sirvió.
Después del intendente vino la directora de la escuela y el presidente de la Cooperadora y el inspector de Obras Sanitarias y el jefe del Correo y el comisario y… Bueno, después del comisario no vino nadie más, porque el comisario traía un papel escrito a máquina y lleno de sellos donde decía que Eusebio podía elegir: o se metía a vivir en una jaula, como cualquier canario, o se iba para siempre de Punta Alta.
Doña Gabriela sintió muchísima rabia. Rabia grande. Rabia roja. Rabia rabiosa. Rabia contra el comisario y contra el jefe del Correo, rabia contra el inspector de Obras Sanitarias y contra el presidente de la Cooperadora, contra la directora de la escuela y contra el intendente. Y contra toda la gente seria que nunca nunca había tenido un hijo pingüino.
Y cuando la rabia empezó a ponérsele un poco menos roja preparó las valijas.
—Vamos, Euse —dijo.
Y un jueves por la mañana se fue de Punta Alta llevándose a Eusebio de una aleta.
Cuando llegaron a la pingüinera doña Gabriela gritó, muy asombrada:
—¡Cuántos Eusebios!
Y era cierto. Cientos y cientos de pingüinos de espalda negra, pechera blanca y collar doble iban y venían por la playa, se zambullían en las olas, hacían pozos en la arena y se saludaban con trompeteos roncos como los de Eusebio.
También Eusebio se asombró y, soltándole la mano a doña Gabriela, se puso a trompetear de lo lindo, a batir las aletas en el aire y a caminar ligerito hacia el mar.
—¡Nene, vení acá! —le gritó doña Gabriela—. ¡No te metas en el agua que hace frío!
Pero Eusebio no le hizo caso: al fin de cuentas era un pingüino y no podía haber para él nada mejor en el mundo que nadar entre pingüinos.
Al rato volvió, todo mojado y muy contento, a frotarle el pico contra el vestido. Y con Eusebio vinieron como quince pingüinos, todos mojados y apurados, a mirar a doña Gabriela.
Ella les contó cuentos.
Ellos le trajeron piedritas con el pico.
Ella les cantó Altaenelcielo.
Ellos le cantaron a coro su canción de trompetas.
Y así se fue pasando el día. Y cuando terminó de pasar, doña Gabriela se dio cuenta de que las pingüineras no eran el mejor lugar del mundo para una maestra de música, pero también se dio cuenta de que para un pingüino no había nada como una buena pingüinera.
—Eusebio, hijito, vos quedáte -dijo después de juntar mucha fuerza—. Yo me vuelvo a Punta Alta. Mañana tengo que enseñarles una vidalita a los chicos de cuarto.
Entonces doña Gabriela le hizo upa y le dio un beso grande y Eusebio le frotó el cuello y le picoteó el rodete.
Cuando ya estaba por empezar a caminar hacia la estación del micro, doña Gabriela vio que Eusebio se iba con otros tres pingüinos derechito a las olas.
—¡Nene! —le gritó—. Abrigáte bien a la noche… Y portáte bien, ¿eh?, que el sábado vuelvo.
Y Eusebio, desde la costa, trompeteó suavecito moviendo en el aire las aletas.